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En Especial
Por Cristhian Jiménez
El financiamiento de las campañas electorales es la fuente de todos los males del país. Y de vergüenza internacional.
Peña Gómez, después de recios encontronazos y escándalos, razonó sobre la necesidad de “financiar la democracia” con fondos públicos; iniciativa hasta hermosa que ha degenerado en un dispendio mayúsculo. Con el agravante de que el dinero sucio que se intentaba frenar, se ha incrementado a niveles insospechados.
El financiamiento del contribuyente debió eliminar los ingresos de otras fuentes, aún aquellas lícitas, pero que limitan la independencia del interés público frente al privado, particular o sectorial.
Los políticos conectaron la manguera al presupuesto nacional, lo que provoca un aumento cada año, gracias al crecimiento vegetativo de aquel, superando este año los 5 mil millones de pesos. ¡Y pensar que hay obras inconclusas por falta de varios milloncejos!
Recientes cálculos sitúan los recursos tirados a los bolsillos partidarios en los últimos 26 años, en más de 25 mil millones de pesos, sin información fidedigna sobre sus destinos, en los opacos informes a que obliga la ley.
(Los partidos políticos mantienen sus escuelas de formación cerradas (los que alguna vez la abrieron), desconociéndose a dónde va a parar los recursos que especializa la legislación electoral para esos fines).
El dinero público solo ha servido, salvo honrosas excepciones, para alimentar a pequeños ventorrillos, propiedad de emprendedores políticos, que han disfrutan de un maravilloso estilo de vida.
En el caso de los grandes (hay medianos y pequeños, con la nostalgia de la grandeza del pasado, pero que cobran como gigantes, no como liliputienses), a veces dan la impresión de que el manejo del dinero público es el único motivo de su existencia. Ha habido guerras sin un ápice de matiz ideológico o de visión programática.
Sin ese sangrado monetario no padeceríamos los más de 40 partidos y movimientos políticos que descuartizan el presupuesto y que probarán suerte en mayo próximo, enfocados (la mayoría) en mantener el reconocimiento legal para garantizar los ingresos anuales.
Muchos de estos grupos pasan sin el más mínimo rubor de un bloque partidario a otro, sin importar extremos. Lo importante, han razonado siempre, es estar el poder.
Es una democracia muy cara, aunque algunos que gustan de este mecanismo dirían que “no tiene precio” y harían comparaciones con los países en los que desaparecieron las libertades. El precio es alto, fundamentalmente porque el enorme gasto no es retribuido al país con una mayor fortaleza institucional. Los partidos parecen empeñarse a diario en todo lo contrario.
“Como si todo esto fuera poco”, como decía el viejo clisé de la limitada creatividad publicitaria del pasado, los partidos y candidatos buscan recursos (algunos lavan) en todos lados, sin importar el origen de los fondos. En un país pequeño es insultante alegar ignorancia.
Los jefes de campaña y candidatos entran en una vorágine en la que se pierde el sentido de la realidad y la vergüenza, y se comprometen propiedades familiares y se negocia con sujetos que a la vuelta de algunos meses podrían ser reclamados en extradición y condenados en el exterior por prácticas que todos conocían a nivel local.
Beneficia al sistema de partidos y a la calidad de la democracia limitar de manera efectiva mediante ley, que no resulte de voluntades coyunturales que han dañado todos los esfuerzos legislativos, los recursos que reciben candidatos y partidos y aplicar una sola forma de financiamiento. Y solo se va a usar el público, que no siga creciendo.
La condena a 16 años de reclusión que dictó un tribunal norteamericano contra el diputado perremeista Miguel Gutiérrez, por cargos de narcotráfico debe servir de experiencia a la partidocracia.
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